jueves, 17 de mayo de 2007

Mi amada Dulcinea...


La razón de la sin razón que mi razón se hace, de tal manera enflaquece mi razón, que con razón me quejo de la vuestra hermosura…
Esta es una de las frases que terminaron por enloquecer al tan conocido Don Quijote de la Mancha. Pero no es precisamente a este personaje de la campiña española a quien dedicare estas líneas, sino al objeto de su eterno afecto, a quien dirigiese estas bellas y extrañas frases, me refiero a la sin par princesa Doña Dulcinea del Toboso.

Don Quijote, al tener listas su montura y armas, incluso a su fiel escudero Sancho, le faltaba solo una cosa para ser el caballero andante completo como esos que tanto admiraba, una enamorada a cuyos pies ofrendar sus victorias y glorias. Porque bien dicen que un caballero sin dama es como un árbol desnudo o un cuerpo sin alma. Pero ¿Quién era esta Dulcinea? No me refiero a la sombra inspiradora, esa imagen “real” al fin y al cabo de la princesa de princesas, una simple y más bien poco agraciada campesina de la que un joven Alonso Quijano se enamoró tiempo atrás, Aldonza Lorenzo. Me refiero a ese amor idealista, esa divinizado que mantenía latiendo su “cautivo su corazón”. Del cual decía contestando a Sancho: "ninguna cosa puso la naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada…”. Obviamente para el pobre Sancho, las cosas eran algo diferentes. Hombre pragmático y racional… terrenal y lógico como no lo era su amo, se le hacia imposible el entregarse a un sueño etéreo. No pudo evitar decir, cuando Don Quijote le confesó que era Aldonza Lorenzo: "Bien la conozco, y sé decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho!".

En cuanto a nuestro héroe le bastaba con imaginar. Con elevar a su Dulcinea (melodioso nombre que le dio a su dama para que fuera como el de los cuentos), a la mujer de sus sueños, al estatus de mujer divina, como la personificación de la belleza y virtud sin par. Nada más que sus ensueños despiertos y algo esquizoides necesitaba el valiente caballero, ensueños dignos de nuestra envidia. La sublimación del amor platónico (que como dijo él mismo “se limitaron a un honesto mirar”). Sublimación me refiero, como decía Laplanche (filósofo francés) en que el impulso sexual se enaltece de tal manera en que encuentra nuevos valores, más allá de lo terreno. Don Quijote, como el idealista por excelencia, no podía sino dedicar su amor a un sueño imposible. Y en este imposible me quedo. Dulcinea es perfecta en todo sentido, excepto en que ¡Oh paradoja! Su única imperfección es que no existe, jamás existió. Pero no nos engañemos, esa es la fuente de su divinidad. La que la diferencia de otras divas de la literatura como Margarita de Fausto, o Julieta de Romeo, figuras mortales con límites. No así Dulcinea, quien fue tan pura que se mantuvo como un sueño. El no existir más que en el mundo de nuestros sueños e ideas hizo de Dulcinea un ideal. Una luz allá a lo lejos, que nos hace seguir luchando, seguir adelante y nunca detenernos. La ilusión de que algo es perfecto. Cervantes quiso hacer una parodia de las novelas de caballería, pero con o sin quererlo logró una serie de simbolismos sobre la vida y la experiencia humana para quien esté dispuesto a hallarlos. Este uno de ellos. La imagen sublime de Dulcinea, la estrella imposible que brilla en el firmamento, como un ideal inalcanzable pero necesario para hacer posible seguir viviendo.

Todos nosotros estamos enamorados de Dulcinea. Todos tenemos esa visión, esa sospecha de mujer (u hombre) ideal, a quien esperamos siempre y que nos impulsa a seguir con la esperanza de algo mejor, una meta. Pero Dulcinea/o no existe, y no debiera existir. Así es, no debiera. Sería una aberración y una herejía. Porque perdería su estatus de divinidad perfecta. Se volvería terrenal y se mancharía con las impurezas de nuestro mundo. Al volverla real, rompemos el encanto, la ilusión. Pero ahí esta, imperturbable en el altar que le hemos construido en nuestros corazones. Esperando a que con nuestras hazañas nos sintamos día dignos de su calor.

Pero un momento. Me apresuro. La Dulcinea mortal existe! Sí, existe. La vemos cuando nos hemos enamorado. Es un dulce engaño en el cual nos encontramos con un espejismo de nuestra amada diosa. Creemos ver reflejado en el rostro de nuestro objeto de amor, el de Dulcinea misma. Tal como esa persona verá (si el amor es correspondido) en nosotros la imagen de su propio ideal. Aquí cuidado con el error. No es un engaño malicioso, sino el mas bello de todos. El de ver nuestro ideal, como Don Quijote lo viera, al alcance de nuestras manos, aunque sea una ilusión. Donde podamos adorarlo, admirarlo y dedicarle nuestro mas profundo y sincero amor. Y así elevar a la persona amada como nuestro sueño hecho realidad y dejar esa triste melancolía de la honesta contemplación y entregarnos por entero al calor de ese esperado abrazo. Este espejismo es la esencia misma del amor.

Secretamente seguiremos amando a Dulcinea, como buenos soñadores, pero para nosotros, estará representada cual encarnación en la persona dueña de nuestro corazón, a quien felizmente podremos dedicar nuestras ridículas victorias, como los caballeros de la triste figura que algunos creemos ser.

jueves, 10 de mayo de 2007

El brillo del desierto.

No puedo mirar los espejos… les temo. Temo lo que me puedan mostrar. Es un pánico el que me ocasionan, tan terrible… Es una de las cosas que me inclinan a escribir estas, mis últimas líneas. Ya que desde aquella experiencia, el horror no se ha apartado de mi mente. No puedo vivir en paz. La locura me acecha en los rincones más hondos de mi alma. Esa demencia que me hace recorrer el funesto recuerdo etéreo de lo que no ocurrió… No ocurrió. Tal vez si lo repito lo suficiente llegue a creerme alguna vez. No ocurrió. Tal vez así pueda dormir otra vez sin despertarme en medio de la oscuridad bañado en sudor frío, con lágrimas en los ojos y con esa horrible risa frenética en la garganta, típica de quien ha sucumbido a la insanidad… No ocurrió.
Necesito escribirlo. Tengo que sacarlo de mi mente antes de mi momento final, para que así el frío asfalto que yace cinco pisos bajo esta ventana pueda traerme la tan ansiada paz de quienes no respiran ni sueñan… No ocurrió, fue una pesadilla, una alucinación debida al calor sofocante del desierto, a la sed, insolación, la droga… lo que sea.
Ya no me acuerdo mucho de nada, parece que fue hace tanto… Creo que era periodista. Fotógrafo. Después de tanto leer sobre países árabes, tantos libros extraños y prohibidos en lenguas perdidas hace milenios, al fin me dijeron de aquella revista de viajes de segunda en la que trabajaba que necesitaban fotografías del medio oriente para un reportaje. Partí a los días. Tenía que ir, era mi sueño. Terminé acompañando a un grupo de nómadas en una caravana a través del desierto. Era alucinante, a pesar de que todo esto yo ya lo había leído en aquellos libros perdidos y polvorientos de bibliotecas escondidas en barrios pobres de inmigrantes orientales en la ciudad. Tal vez leí demasiado.
Caminé con ellos, comí con ellos y en las noches, fumé con ellos su extraña hierba. Y escuché sus leyendas. Esas macabras historias que les cuentan las ancianas a los niños para asustarlos. Escuché mencionar el “Al-Azif”, el libro del árabe enfermo Abdul Al-Hazred, cuyo nombre se traducía como el ruido de la noche, ese zumbar de los insectos nocturnos del desierto que aquellas gentes ignorantes creían era el murmurar de los demonios innombrables y eternos. Escuché la leyenda de la ciudad sin nombre, esa que decían habitó una raza de bestias antes que los hombres se irguieran sobre sus pies y que adoraban a ciertos dioses antiguos. Anteriores a los dioses de Babilonia, anteriores al tiempo. Todos los hombres temen a lo eterno.
El desierto nocturno es como un mar infinito en silencio, quieto en una momentánea pausa. Bañado por la luz metálica y triste de la luna y las estrellas, que salpican el cielo como insectos luminosos de un enjambre cósmico. Ese horrible zumbido. El murmullo de los dioses antiguos. Me dejé llevar por él. Cerré los ojos. El tabaco de estos jefes es fuerte y me dolía la cabeza. Sin darme cuenta, me puse a caminar. Había algo en el lejano horizonte que me llamaba irresistiblemente. Este océano de arena me producía un escalofrío inexplicable. Siendo un hombre práctico, esto me desconcertaba. Pero ese tabaco, ese opio corría en mis venas y me hacía dejarme llevar por ese impulso ultraterreno, y dirigía mis pasos hacia la luna. Con los ojos cerrados caminé años, creí, durante los cuales desfilaron frente a mí imágenes horrendas, traídas de no sé qué abismo del infierno ancestral. Imágenes de locura y perdición, de grotescos tiempos donde no se definía aún la forma en el universo y así habían seres que se atrevían a desafiar el vacío eterno con su deforme e impía esencia… Desperté abrumado por esta visión. Pero aún no puedo decir que he llegado a lo que me ha quitado el sueño por tanto tiempo. Ojala pudiera afirmar que estas imágenes de pesadilla son lo que me movió a la demencia de la que soy víctima y que se ha llevado la paz de mis días. No, aunque esas imágenes podrían llevarse el alma de una persona normal, no puedo decir que me afectaran más que elevarme el ritmo cardiaco al extremo de perder las fuerzas y caer de rodillas a la arena caliente al borde del desmayo. Había leído demasiado, escuchado demasiadas historias como para dejarme abatir hasta la oscuridad por aquellas monstruosas visiones. Hay cosas peores, lo sé bien ahora.
Abrí los ojos, y vi que era de día. El sol estaba alto e implacable. Pero el zumbido no cesaba. El efecto de ese extraño tabaco se había ido, lo sentía. No podía decir cuánto había caminado. El campamento no estaba por ninguna parte que pudiera ser visto, ni tampoco había huellas en la arena que me dijeran desde dónde había venido. No desesperé. Estos nómades saben ubicarse en las arenas. Me encontrarían sin tardanza si me quedaba quieto. Lo único que me preocupaba era que no tenía agua o un refugio contra el sol. Dicen que cuando un hombre se pierde en el desierto, el sol antes que su vida, se lleva su mente. Seguía escuchando ese maldito zumbido, que parecía no detenerse jamás. “No me ocurrirá a mi, soy un hombre sensato”, me dije inocente.
En eso, distinguí un destello a la distancia. Como no se veía muy lejos, decidí ir a ver qué es lo que era que reflejaba el sol con tal intensidad. Seguro encontraría, sino sombra, algo para distraer mi mente del abominable calor y aquel punzante zumbido. Al acercarme noté lo extraño de la aparición y tuve que restregarme los ojos con los puños para asegurarme de que el exótico tabaco de los árabes no estaba aun haciendo juegos con mi cabeza. Era un enorme bloque de cristal, polvoriento. Un espejo que sobresalía de la arena en medio de la nada. Más alto que un hombre adulto de pie. Era una punta, parecía un trozo quebrado de un espejo gigante, colosal. Si este pedazo semienterrado era más alto que yo, y por lo menos de dos brazadas de ancho, no podía imaginarme el bloque descomunal del cuál había sido arrancado. Sus dimensiones me atemorizaban. Estaba en una tierra donde jamás podría haber existido una civilización. Al menos no una conocida por los hombres. Su antigüedad se podía adivinar en la diferencia de grosor entre el borde de arriba y su base al legar al suelo donde era más ancho. Porque sabía yo que los cristales son líquidos solidificados, pero que continúan escurriendo con el paso de los siglos. Es por ello que los vitrales de las catedrales más antiguas son más anchos en su base que en la altura. La diferencia era enorme. Podía decirse que habían pasado milenios desde que el ancho de su punta se igualaba al de su base… y se notaba que continuaba hacia abajo. Era sólo la punta de un iceberg de cristal enterrado en el mar de arena, reflejando el sol inclemente del desierto.
Estaba atónito. Deseé haber tenido mi cámara. Era mi boleto a la fama, pensé. Ahora bendigo el no tener pruebas de esa aparición. Porque no podría soportar revivir la imagen de ese aterrador y monolítico espejo.
Curioso, como todo periodista, me acerqué al cristal, y limpie con mi camisa su lisa superficie, que se mantenía increíblemente inmaculada para haber soportado el incesante lamer de las arenas. Fue entonces cuando me fije en mi reflejo. Mi reflejo. El espejo reproducía el desierto, perfectamente, el sol cegador, las arenas y ahí estaba… mi reflejo. Jamás fui hombre vanidoso, pero no pude dejar de mirar esa imagen, que no era precisamente la mía. Me acerqué, y moví las manos para asegurarme de que era mi imagen la que se reflejaba en el pulido cristal. Era yo, pero había algo distinto… algo en sus ojos, fijos en los míos. Creo que sonreía. Había algo aterrador en su mirada, algo que no podía describir, pero que me hacía querer huir de él, pero a la vez me atraía, me llamaba y no podía resistir. Un hombre débil por el sol no puede mantener mucha voluntad contra ciertas cosas que no puede explicar.
Fue entonces cuando ese… ser, esa caricatura de mí, comenzó a cambiar. Al principio no lo pude notar, luego fue indiscutible. La imagen que se reflejaba cambiaba de una parodia de mi a una mujer, una mujer árabe de abrasadora belleza. Sus ojos fijos en los míos y yo, poseído por su danza hipnótica. Caí de rodillas, vencido por la aparición, pero mis ojos aun prendados de los suyos, negros, más negros que la noche. Su movimiento serpenteante y sensual, sus manos moviéndose al ritmo de una música que escapaba a mi imaginación, que se distinguía del horripilante zumbido que se negaba a desaparecer de mis oídos y mi mente, tan adentro lo tenia calado que ya comenzaba a distinguir balbuceos en ese monótono orar de alas diminutas…
Entonces acercándome al liso cristal, me hundí aún más en esos ojos negros, que me perseguirán en mis pesadillas despierto hasta que le ponga fin a los sueños. Esta mujer comenzó de nuevo a cambiar, se iba pudriendo frente a mis ojos. Vi su carne secarse a la luz de un sol que no era el mío. Vi sus atavíos, que no podía relacionar con ninguna cultura de ningún libro o historia que haya conocido caer en pedazos y polvo a la arena roja que se extendía infinita en el reflejo de un mundo en el que yo no me encontraba y en cuyo cielo se reproducían aquellas horribles criaturas de antes de que existiera la forma, flotando en el éter del espacio, ignorando los eones del pasado. La mujer dejó de deshacerse para quedar solo sus ojos frente a los míos sostenidos en la cara de un ser horripilante más allá de toda descripción que una mente humana podría aludir siquiera sin perder la razón en ello…Y ese incesante y ensordecedor zumbido en el que claramente se distinguían voces que no eran voces.
Con lágrimas de terror en los ojos, mis ropas húmedas de sudor, y en mi garganta balbuceos de niño, no pude mirar más que esos ojos… fue entonces cuando realmente los vi, vi lo que contenían, vi esa oscuridad en la que solo se reflejaba el vacío, el eterno vacío, la angustia infinita de lo que no existe para siempre y por siempre, el aterrador abismo de todo aquello cuanto no es… me perdí en esa oscuridad de la nada, en esa soledad insondable. Caí eras enteras en ese pozo interminable de locura y desesperación. Todo desapareció en ese instante, sólo existía la agonía del espacio eterno…
El vacío total es algo que no puede soportar la mente humana… sé que yo no pude.
No agradezco estar vivo. Cuando me encontraron, estaba al borde de la muerte, tiritando de fiebre por la insolación, tirado en el suelo a kilómetros del campamento de los nómadas árabes. Sudaba, reía, lloraba y hablaba, según dijeron, de la oscuridad eterna que pronto ha de llegar, y de un espejo, y unos ojos, y volvía a repetir el vacío de esos ojos, la nada… No agradezco estar vivo, porque no es vida lo que he llevado. Nunca ocurrió, si lo repito lo suficiente llegaré a creerlo. Nunca hay paz, nunca hay descanso. Dejé todo en cuanto volví. Estoy ahora en un departamento, solo, a minutos de mi muerte retrasada. A momentos del descanso al fin. La tranquilidad. Esos ojos jamás me abandonan, su oscuridad me atormenta y me acecha. Jamás dejan de mirarme. Ese maldito espejo. Necesito dormir, descansar. El cemento y su misericordia me esperan… Le temo a los espejos. No puedo mirarlos. Tengo miedo de ver mi reflejo… y que este me devuelva la mirada.

miércoles, 2 de mayo de 2007

Y bueno...

Supongo que debo una disculpa, he estado muy flojo con mi blog ultimamente... supongo que estare en algún tipo de bloqueo, a todos nos pasa... será que no tengo nada en la cabeza o muy por el contrario, tal vez tenga demasiadas... En fin, no tengo idea. No me tomen a mal, no me rindo. Sólo tengo que esperar un poco más, a ver qué ocurre o qué me cuenta de nuevo ese tipo que siempre habla como un eco en un rincón alejado de mi cabeza. Cuestión de tiempo... Dios quiera. Ha sido un fin de semana loco... interesante, entretenido, triste, fugaz, sorprendente, efímero, melancólico y así podría seguir tirando palabras sin llegar a exagerar ni a pasarme ¡Palabra! Me reí mucho, me lamenté mucho... son cosas que a uno le recuerdan que también puede sentir. Eso es bueno, me atrevo a decir. uno a veces, tan ebrio de la vida diaria, tan drogado en su propia rutina, puede llegar a pasar de largo frente a cosas tan insignificantes como una sonrisa. Eso es aterrador, al menos en mi libro. Cuando uno deja de maravillarse. Este fin de semana supongo que me he maravillado. Eso admiro de los niños, se maravillan por todo. Todo es nuevo. No necesitan un gran suceso para darse cuenta de lo inimaginablemente hermoso que puede llegar a ser este mundo si uno sabe mirarlo. Esa es la sabiduria de los que recién comienzan. Espero poder imitarla algun día. Estoy divagando, lo siento. Pero me quedo con esta última idea. En un par de días paso a formar parte de la segunda edad (19-65) y es un tema que he estado pensando. Estoy viejo. No físicamente, sino mentalmente. Ya no me maravillo tanto como antes, ya no me deslumbro tanto como antes. Supongo que le pasa a la mayoría. Pero para serles sincero, nunca me he considerado como la mayoría, no porque yo lo diga, sino por mayoría de votos. Soy un viejo, en muchos sentidos. Pero también soy un niño. Al menos quiero serlo. Saltemos las lineas entre los pastelones de la vereda, juguemos al paco ladrón, tirémonos hojas de papel, quedémonos pegados mirando cómo esa nube nos recuerda quizá qué forma ambigua que vimos en quizá qué sueño infantil... Gritemos, riamos, cantemos, lloremos, todo en voz alta. Hace falta un poco más de estupidez inocente en este mundo. Disfrutar de la fomra mas simple de la exquisita prueba que es la vida. Las cosas son mucho mas fáciles de lo que parecen. Mucho más simples. Solo hay que ser lo suficientemente maduro para reconocer que hay que pensar como un niño. Miro hacia atrás, mi vida, y he vivido tres segundos. Fui concebido, nací y desperté. ¿Qué sigue?
Bueno, como dice el dibujo(que está colgado actualmente en mi pieza para que cada vez que despierte lo vea) la vida no es para siempre... vivamosla siempre a través de los ojos de un niño, así siempre tendra sabor a nuevo... Así da gusto legar a viajo, siendo un niño.