martes, 10 de abril de 2007

Camino al aeropuerto...


Hay días en los q despiertas sin saber qué pensar... Sabes que algo va a ocurrir, y simplemente no puedes decir qué es, aunque tampoco puedes ignorarlo… va más allá de ti.... me levanto, el frío del suelo termina por despertarme y me cercioro de que mi despertador sigue roto por el golpe que le di hace una hora. Tomo la ropa que dejé tirada la noche anterior y me la pongo mientras salgo de mi pieza. La puerta del baño está abierta y me alcanzo a ver a los ojos. El tipo del espejo parece saludarme… no presto atención. Voy a la cocina y me hago un café, tratando de ignorar el ruido de martillos, bocinas y gritos de una ciudad q parece venir a despedirme a mi propia ventana...

"¿Adonde vas?" me pregunta alguien acallando el concierto que viene de afuera. Una voz cariñosamente familiar... Abro la boca para responderle, pero me doy cuenta de que no sé que decir… Un susurro muere en mis labios... Así, digo lo que siempre digo cuando no se me ocurre nada que responderle a esa voz...

"Vuelvo al tiro, no te preocupes..." pero no hay respuesta. Me doy cuenta de que estoy solo....

Tengo mis llaves, mi celular...descargado, se me olvidó conectarlo anoche. “Idiota” pienso si darle mucha importancia… Lo llevo por inercia, ingenuamente pensando que cuando lo saque del bolsillo estará como nuevo, cargado como por arte de magia... y que en cualquiera de mis pasos va a sonar con una llamada imposible, un numero desconocido, y otra vez esa voz tan querida que me hará cerrar los ojos en un abrazo invisible y un beso transparente...

El ruido de la puerta cerrándose detrás de mi me hace saltar, y caigo como un pájaro derribado a la realidad. Extraño… Me detengo frente al semáforo, aún cuando la luz ha cambiado y me indica que me mueva… no me dice nada... Miro mi celular... Apagado... Sin batería... Lo aprieto en mi mano en caso de que vibre llamando y no lo escuche... “Iluso” escucho. Cruzo el puente, embobado con una canción sin ritmo en los labios y los pies, pensando en que puede sonar en cualquier minuto, segundo... Estoy ansioso. Pienso, siento rápido... Sin lógica. Recuerdo las palabras de ese tipo “existir significa sin sentido o fuera del ser, en griego...” Me suena a tanta verdad que me detengo otra vez, cómo atravesado de repente por una verdad fugaz y trascendental... Estoy solo...

"¿Llegaste?"
"Aún no"...

Vuelvo a comenzar, como un sonámbulo... “¿Aún no suena el teléfono?”... Miro el aparato en mi bolsillo y me muestra su pantalla negra y muerta… casi lo escucho reírse de mí…
Y me subo. Alcanzo un par de monedas del bolsillo de mi mochila y me siento, ausente a todo lo que ocurre a mi alrededor... La micro rechina estruendosamente. Metal contra metal. Odio ese sonido. Ya ni siquiera puedo escuchar aquella canción muda en mis manos... Miro por la ventana, a ver si los colores traen de vuela la melodía. Veo una gaviota cruzar el cielo y me parece el avión en que ella debe estar por aterrizar… Salgo de la hipnosis… “Mi celular”. No suena todavía… apagado… en cualquier momento… “Debe de estar por llegar, debes darte prisa…” escucho a mi lado… sólo puedo seguir esperando a que mi celular suene en mi bolsillo. Dulce fe.

martes, 3 de abril de 2007

La montaña




Es un pueblo viejo, interior. De esos que parecen estar hechos de tierra y polvo. Donde todo se ve seco y quebradizo. Donde el sol cae implacable sobre las piedras y abraza todo con un calor infernal. Donde los caminos son de tierra y levantan nubes color café que se cuelan en los pulmones. Camino y siento cada paso. No hay nadie, es un pueblo fantasma. Nadie estaría afuera con este calor. Solo me acompaña el incesante y repetitivo ruido de un grillo que no sé de dónde viene. Me detengo al verle. Un hombre sentado afuera de la puerta de su casa, a un lado del camino. Está sentado en su silla de ruedas. Es un anciano. Tiene la mirada perdida en las montañas. No se mueve, pero sus ojos están vivos. Más vivos de lo que yo, de pie podría estar jamás. No dice nada, sin embargo me llama. Me paro en frente de él, desafiante. Su cara arrugada, marcada como a fuego por el tiempo y el sol. Simplemente está sentado allí. Su pelo blanco como la cal e igual de seco. Inmóvil como una roca. Viste ropas viejas y gastadas y sus manos nudosas muestran que trabajó por su vida, y entregó sangre y sudor por alguien más. Quieto, mirando a la distancia. Sus ojos negros, hundidos en sus cuencas, me revelan una profundidad que casi me hace retroceder, un pasado de eones. Me quedo ahí, firme. Tiene las botas increíblemente gastadas y sucias, para un hombre que parece haber estado sentado por siglos, milenios. Piensa algo, estoy seguro, pero se mantiene como una estatua. Espera que yo hable.
-¿Qué esperas anciano?- digo al fin, sin darme casi cuenta de lo que digo, como si fuera un espasmo.
-Espero a que esa montaña venga a mí.- dice con una voz seca y rasposa como el suelo. Casi puedo sentir como el metal de su silla hierve al reflejo del sol.
Por primera vez me mira a los ojos. Me atraviesa con su mirada eterna y me hace retroceder.
-¿Por qué esperas? ¿Qué tiene esa pequeña montaña para ti que llevas eras esperando?- le digo, apuntando despreciativamente a la montaña detrás de mí, casi molesto, indignado por una desconocida reacción en mi interior.
-No es esa montaña la que quiero alcanzar. Es esa montaña que se forma más allá de las nubes, allá donde se guarda el sol al anochecer, y de donde sale la luna con su manto de estrellas. Donde empieza y termina todo, el tiempo, los colores, los sonidos, el frío y el calor, la luz y la oscuridad. Donde nacen los sentidos y donde muere la razón.- me responde el viejo, sin inmutarse, mirándome, atravesándome la cabeza con sus ojos vacíos. Siento que a través de ellos puedo ver el color del tiempo. Siento su cansancio y me aterra su voz muerta. Vuelve a mirar hacia la montaña.
-¿Por qué quieres alcanzar esa montaña?- le pregunto con timidez de niño ahora, intimidado ante sus palabras.
-Tengo que ir. Hace ya demasiado que espero. Mis piernas no me obedecen ya.- dice tristemente. Por primera vez veo una emoción en sus ojos. Me conmueve. Ya no es el templo ciclópeo que encontré en un principio. Ahora es sólo un anciano cansado y triste. Gastado y gris. Seco y quebradizo como el paisaje que lo rodea. Frágil.
-Te prestaré mis piernas, anciano, para que encuentres tu montaña.- digo inconciente.- Puedes alcanzar ese lugar.
Él cierra los ojos y me mira de nuevo. Llora, y casi quebrándosele el rostro me sonríe dulcemente. Hace mucho tiempo que no sonreía. Parece un niño. Y yo un anciano en frente de él, mientras se aleja caminando hacia esa alejada montaña más allá de las nubes.
Sentado donde estoy, el sol y la luna desfilan sin cesar delante de mis ojos. No hay nadie a mi alrededor. Estoy cansado, muy cansado, pero no puedo dormir. Siento el polvo colarse bajo mi piel. La silla esta caliente, su metal se funde conmigo. Me siento seco y vacío. Estoy solo. El sol, la luna, las estrellas. Otoño, invierno, primavera, verano. Todo gira a mi alrededor y el tiempo me consume pero no me deja. Me vuelvo hacia adentro. Ya no hablo. Mis ojos se ponen negros y vacíos. Mis manos nudosas. Siento el sol en mis venas. Es un día caluroso. Miro hacia el horizonte…. Hacia la montaña. Un joven se detiene delante de mi, desafiante. Y me grita algo que me suena conocido, pero estoy muy viejo para acordarme de ciertas cosas perdidas hace ya tanto… y le respondo como por inercia, con una voz que desconozco:
-Espero a que esa montaña venga a mí…