Cuando era pequeño, en la casa de mi abuelo en Villa Alemana, había un gran patio lleno de árboles frutales. En el fondo del patio, había una enorme higuera, a unos metros del muro que daba a la casa de atrás. Era el árbol perfecto, de tronco grueso, ramas firmes y abundantes, y muñones que parecían haber sido hechos para trepar. Además, daba unos higos muy dulces con los que, cada verano, mi abuela hacia mermelada para la once.
Este árbol, que nadie exactamente recordaba haber plantado, tenía cierto poder sobre nosotros, los cuatro primos más pequeños. Una atracción que no podíamos resistir o explicar. Siempre fue el centro de nuestros juegos. El castillo de nuestros caballeros, el templo de nuestros indios de plástico, la cárcel de nuestro “paco-ladrón”. Soñábamos con llegar a la copa y ver el horizonte, pero éramos demasiado pequeños, nuestras piernas cortas y nuestros brazos débiles. Así que nos conformábamos con jugar a su alrededor, e imaginar entre sueños despiertos las maravillas que podríamos ver desde lo más alto del árbol, lugar desde el cual, según nosotros, podríamos ver hasta el fin del mundo.
Pero lo que más atraía nuestra atención cuando nos imaginábamos a nosotros mismos en la cima, era poder ver la casa que estaba atrás. Era una casa vieja, muy antigua, a la cual ladraban los perros de mi abuelo en las noches. Según los mayores, la casa estaba abandonada hace años, antes de construirse la nuestra.
Los años pasaron, y de repente, nos supimos lo suficientemente grandes para subir a la gran higuera, que se había transformado ya en una obsesión en nuestros juegos e ilusiones infantiles.
Mis primos y yo, esperamos a que los mayores salieran, y madres y abuela estuvieran en la cocina, preparando la once. Era verano, una tarde de domingo, cuando el cielo se torna anaranjado y las nubes púrpuras, dándole un aire mágico a la épica aventura por subir y ver lo que había “más allá”. El extraño árbol ya parecía llamarnos a gritos.
El ascenso fue difícil, pero la higuera parecía ayudarnos a cada paso, y nuestra emoción crecía a medida que tomábamos una nueva rama y posábamos un pie sobre un muñón que parecía habernos estado esperando por años. Nos sentíamos grandes, mientras el cielo se veía cada vez mas cerca.
Llegamos a la cima. Éramos los más grandes aventureros del mundo. Celebramos nuestra hazaña, aferrados de las ramas que nos abrazaban en son de bienvenida. Estábamos felices, realizados. Nuestro sueño infantil, esas inalcanzables copas al fin entre nuestras manos. Observamos el mundo, el horizonte con el que tanto habíamos fantaseado. Allí estaba la casa. Se notaba muy vieja, casi en ruinas, y abandonada. La maleza del patio crecida y ramas secas por todas partes. Había algo muy raro en esa casa.
En eso, oímos un ensordecedor grito que nos paralizo del terror y nos heló la sangre. Vino de dentro de las oscuras estancias de la casa. Un brillo metálico apareció en una de las ventanas rotas, y se oyó un fuerte ruido, como un disparo.
Nunca supimos muy bien cómo bajamos de la higuera. Creo que caímos. Cuando nos dimos cuenta ya estábamos dentro de la casa, llorando sobre los delantales de nuestras madres.
Al día siguiente, nuestros padres se juntaron a conversar, pero nunca nos dijeron nada. Éramos muy pequeños. Ese verano, la higuera no dio más frutos, y sus ramas se pudrieron por dentro. Al mes siguiente, mi padre y mi abuelo cortaron la higuera y quemaron los restos.
(no hay dibujo en esta, lo siento)
jueves, 16 de agosto de 2007
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